Desde siempre estuve consciente de que decir adiós a quién tanto amaba —sería un trance complejo y harto doloroso— y admito que no me equivoqué.
Me preparé —con mis claudicantes estrategias— para aguardar a un invierno crudo y pertinaz, pero me sorprendió un estío —desarmada y frágil— que demandó de mí fortalezas que solamente fragilidades ostentaban.
Un estío —que recién estrenaba sus dones—, su sol abrasador y sus calores agobiantes que durante la hora crepuscular y la noche su ímpetu menguaba, acabó siendo la estación donde el viaje de tu vida, finalizaría.
Todo fue tan confuso, aun persisten momentos que he olvidado o mi mente eligió eclipsarlos para domeñar al dolor —la negación adaptativa— como lo denomina —la ciencia—, la misma que exhibió su faz impiadosa y hasta abandonó tus cuidados y —merece un capítulo aparte— por su falta de humanismo, capacidad y su perversa indolencia.
Porque ¿Cómo logro convencer a mi alma que estás en un lugar de privilegio pero ya no más en la vida?, es complejo y exige todo de mí, soy la única que debe resolver estas asignaturas pendientes, no existe nadie más.
Tengo mis días, logro disfrutar de lo que de mí ha quedado, pero otras veces en mis arenas inestables me derrumbo. Porque te extraño, extraño nuestros diálogos —tan ricos y versátiles— tu risa contagiosa y genuina —la que en tus ojos se instalaba— y lograba disipar con enorme solvencia hasta a los nubarrones más ominosos e intimidantes.
Admiro a las personas que logran dar vuelta la página y continúan con sus vidas, las admiro realmente, hasta hoy no he podido, porque nada será igual desde aquella madrugada, absolutamente todo está imbuido de tu ausencia, aunque eres y serás —la ausencia más presente que existe— no habrá nadie más, porque fuiste una mujer extraordinaria —con las bondades todas— y por eso la vida a tu lado fue una experiencia placentera e inolvidable.

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