—le era ajeno, hasta hostil—
masas de aguas eternas, sin fin,
donde atisbar una orilla
era una utopía, un terco sueño.
Necesitaba un anclaje,
—disfrutar de aguas con límites—
porque allí residía la seguridad
que un mar le negaba por inasible.
Esas aguas infinitas y bravías
—eran homólogas de su vida—
amenazaban su estabilidad
cuando arreciaban tempestades
internas, agobiantes y duraderas.
Ella prefería a un río previsible
—en él recuperaba las certezas—
su mirada se aferraba al otro margen
y sus miedos se esfumaban lentamente.
El mar era un enemigo,
su confidente, su reparo taciturno,
cuando las borrascas en su mundo
inundaban su frágil barca inestable.
Viviana Laura Castagno Fuentes



















