Mi padre era naturalmente un hombre muy habilidoso, dones tal vez heredados de su papá, mi abuelo, a quién no logré conocer, porque falleció cuando a la sazón tenía yo un año y ocho meses.
Supo mi padre hacer de nuestra infancia un verdadero deleite. Era la mayor de tres hermanos y la única mujer, por lo tanto tenía ciertas potestades aseguradas, con la anuencia y complicidad de mi adorada madre también.
Mi niñez ha sido pródiga en disfrutes con amigos del colegio, del barrio, eran juegos variados a los que se sumaban niños que pasaban en ese mágico momento por la vereda de mi casa, donde la diversión tenía su lugar garantizado.
Las rondas, la rayuela, andar en bicicleta, en monopatín o simplemente sentarnos para conversar temas de niños, eran un cita diaria y transcurría en la vereda, sobre todo en tardes primaverales o de estío, porque el sol se ocultaba mucho más tarde.
En ese espacio, la vereda, había también un lugar donde el césped era el gran protagonista y allí, casi besando la calle, estaba el garante de la mayor de las diversiones: "un esplendoroso árbol de paraíso", con su tronco leñoso, sus hojas verdes oscuras, lustrosas y sus flores violáceas con una delicada fragancia que formaba ramilletes.
Con las flores, diseñábamos collares; debíamos desprender los pétalos y dejar solamente el pistilo, por allí con la ayuda de una aguja e hilos, con extrema delicadeza, los uníamos uno a uno hasta lograr un amoroso collarcito con la generosidad de las flores más sencillas y glamorosas (debo admitir que sentía muy profundamente que las mutilaba).
Pero la magia del árbol tenía otra impronta, mi padre, había observado, que una de sus ramas, caprichosamente había crecido como un brazo extendido, bien horizontal, como invitando a jugar con ella.
¿Y qué pergeñó papá?: ¡Una hamaca!
Sí, haría una hamaca con cadenas y asiento de madera suave y brillante para nosotros los tres hermanos, pero también para ser compartida con todos los niños que por allí pasaban.
Y la construyó, envolvió a la rama generosa con tela gruesa para preservarla, para que las cadenas no la dañaran; fue uno de los tantos alborozos que tuve en mi infancia, una hamaca fabricada por papá y para ser disfrutada por todos.
Así nació una leyenda casi, la denominaron: "La hamaca del Pueblo", porque era ese su destino, su finalidad. Que cada amigo, cada niño o quién deseara sentir la brisa en su rostro cuando un envión los empujaba, disfrutara libremente y sin pedir permiso alguno.
La hamaca del pueblo fue un regalo de papá, para nosotros, pero también para todos los niños, no existían mezquindades, no sabíamos sobre ella, nuestros padres nos educaron con valores eternos que aún hoy a mis sesenta y dos años son mi guía y faro, cuando las inclemencias del afuera intentan derrumbarme viene a mi memoria la hamaca del pueblo, un símbolo sobre la solidaridad y la generosidad que mantienen viva a aquella niña.
Muchas gracias papá , tu hamaca era un juego más, pero para mí se convirtió en toda una parábola, una enseñanza sobre los valores humanos, que jamás olvidaré mientras continúe explorando este azaroso camino de la vida.
Viviana Laura Castagno Fuentes