Cuando salió del café
-donde cada tarde merendaba
desde hacía casi cuarenta años-
la primavera con su brisa amable
a caminar lo invitaba y aceptó,
era su estación preferida
y no deseaba desdeñar su gentileza.
Comenzó a transitar las calles estrechas
-por adoquines alfombradas-
disfrutando de un espléndido crepúsculo
que de a poco, a la noche, su lugar cedería.
Cuando a su casa llegó, un imprevisto alteraría el acceso,
las llaves que abrían la puerta no estaban en el bolsillo de su abrigo,
imaginó que en aquel café olvidadas quedaron.
Tuvo que regresar otra vez,
la encargada seguramente las había guardado
Pero, allí no estaban tampoco,
emprendió el regreso alterado,
aunque la amable encargada
le sugirió que no se preocupara tanto.
Fue una sugerencia inoportuna,
-la preocupación ya estaba instalada-
era tan minucioso con todo,
no cabía la posibilidad de un extravío,
a él, estas nimiedades no le sucedían.
Llamó al amigo cerrajero,
pero la gran sorpresa lo dejó estupefacto:
a las llaves no las había olvidado en el viejo café,
-las había dejado adentro- cuando partió.
Indicios, síntomas inequívocos,
que una luz de alarma activó.
Él, tan precavido, tan meticuloso,
no olvidaba nada, era la primera vez.
ese crepúsculo primaveral que amaba,
no era un espectáculo que estaba afuera solamente,
se apoltronaba cómodamente adentro ahora.
Era el heredero de la misma enfermedad
que tuvieron años atrás sus padres,
cuando la mente inevitablemente
Viviana Laura Castagno Fuentes



















