La siesta era un paréntesis, y durante el estío "casi una obligación" porque los calores eran abrasadores y estar a resguardo se imponía. No me gustaba, porque interrumpía mis juegos en la vereda con amigos y llamaba al silencio por unas horas.
Las calles eran de ripio, espaciosas, parecían avenidas todas. Las veredas se caracterizaban por ser amplias donde se daban cita los juegos, el deleite y la socialización junto a vecinos y amigos.
Me encantaba regresar de la escuela, hacer las tareas educativas y salir a jugar en ese espacio donde mi infancia tuvo libre albedrío para que mi imaginación frondosa volara.
Recuerdo esa etapa de mi vida con enorme felicidad y plenitud, no porque tuviese consciencia de lo que la "felicidad" significaba, —no me hacía preguntas al respecto—, yo disfrutaba de todo y creo que ese disfrute tenía a la felicidad como protagonista inexpugnable.
Pero, mirando a esa infancia desde esta adultez mía —con otros parámetros y perspectivas—, he llegado a la conclusión de que mis padres han sido los hacedores amorosos de esa plenitud inolvidable.
Y nada sobraba, tuve lo necesario para gozar de una niñez más ligada al amor y a la contención, que a las cosas materiales. Justamente, crecí sintiéndome amada y eso contribuyó a fortalecer mis límites interiores.
Disfruté las bondades de vivir en un pueblo, hoy es una ciudad que tiene al río más hermoso del planeta, el que atesora etapas bellísimas de mi vida y un depositario de muchas de mis poesías porque ha sido un amigo, un confidente: el "Río Uruguay" una fuente inagotable de riquezas insospechadas.
Siempre afirmo que mi niñez ha sido la gran artífice, la garante primigenia, edificó los cimientos que soportan hoy las tempestades inexorables de este viaje finito denominado "vida".
Viviana Laura Castagno Fuentes