Hoy, con más experiencia y más solvencia para gestionar la muerte de mi adorada Madre, debo reconocer que me generó un gasto de energías innecesario tener que explicar (a quién no tenía la mínima intención de comprender nada) la causa de mi tristeza.
¿Todavía hay que aclarar lo que es el dolor ante una pérdida inevitable?
¿Hay tanta humanidad deshumanizada, tanta frialdad?
Siempre tuve muy claro que a mí me competiría lidiar con ello, porque lo que se siente es intransferible — el resto del mundo queda afuera — es absolutamente inexistente.
Pero llegar a la conclusión de que los mal llamados "amigos" podían aportar un ápice de calma y que en sus hombros podríamos recostarnos "se convirtió en la decepción más absurda de todas".
Por lo tanto hoy puedo afirmar: Salvo honrosas excepciones — porque hay seres maravillosos — la gran mayoría huye del compungido, no desea inmiscuirse en nada que los arrebate de su zona de confort, se alejan con argumentos estúpidos y regresan esperando que la tormenta haya amainado, — pero si la tormenta sigue ahí — vuelven a desaparecer.
Muchas gracias al dolor — ese sutil pedagogo — porque me aleccionó con gran humildad sobre la precariedad y la inconsistencia humana, fue el atinado medio para extirpar de cuajo la maleza que a mi pródigo vergel lo eclipsaba.
Aprendí que hay que regodearse entre los escombros en la más absoluta soledad, sumergirse en él y permitirse el tiempo exacto para emerger cuando determinemos que estamos listos, antes no, porque nadie debe inmiscuirse en el privadísimo proceso del duelo, nadie.
La única persona importante que merece todo de nosotros es y será quién nos arrebató el alma cuando nos dijo "adiós" y nos dejó a tientas, vacíos y desolados, nadie más.
Viviana Laura Castagno Fuentes

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